gonzalo_bravo_zabalgoitia

Nació en Bilbao el 3 de octubre de 1928 y falleció en Madrid el 14 de julio de 2013.

Estudió medicina en la Universidad de Valladolid con un extraordinario expediente, que incluía premios literarios.

Después de iniciarse en la neurocirugía madrileña de los años 50 del pasado siglo, adquirió su formación en Estados Unidos a lo largo de más de 5 años.

En sus últimos años allí se dedicó casi en exclusiva al tratamiento quirúrgico de la enfermedad de Parkinson y otros temblores.

De vuelta a Madrid trabajó sucesivamente en la Clínica de la Concepción, Hospital Clínico de San Carlos y desde 1969 en la Clínica Puerta de Hierro, simultaneando la medicina pública con la privada en la Clínica Ruber y en el Hospital Ruber Internacional.

Realizó la residencia completa con rotaciones por lugares y maestros de primer orden: en la Universidad de Yale, neurofisiología con Fulton (allí coincidió con Rodríguez Delgado). En Boston tuvo la fortuna de ser residente en la Lahey Clinic con Popen, probablemente el mejor técnico del periodo entre Cushing y Yasargil; de él aprendió a mimar al cerebro, lo que sería una constante toda su vida; también pudo aprender neurocirugía pediátrica con el padre de esta subespecialidad, Matson.

Los últimos años los pasó en Nueva York: NYU, Colombia y finalmente Saint Barnabás con Cooper, que siempre le consideró no solo su alumno sino su colaborador más importante; juntos desarrollaron importantes mejoras en la cirugía estereotáctica del Parkinson y otros temblores.

No volvió a Madrid hasta tener el título americano de Neurocirugía, es decir el Board of Neurosurgery.

Para referirme a su vocación docente revelaré algunas experiencias personales. Conocí al Dr. Bravo en quinto curso de la carrera. El Profesor Martín Lagos se adelantó muchos años para cambiar el concepto patrimonial y excluyente de los catedráticos de quirúrgica que no concebían las especialidades si no era para practicar ellos todo tipo de intervenciones; Martín Lagos acogió en su cátedra a especialistas de cirugía plástica, pediátrica, maxilofacial, cardíaca y neurocirugía a los que permitía explicar parte de la patología, ingresar enfermos e intervenirles (aunque sin sueldo ni reconocimiento académico). Cuando empezamos las clases de neurocirugía muchos de nosotros nos sentimos deslumbrados por la personalidad de este joven profesor, llegado hacía poco de los Estados Unidos, impregnado de un sentido pragmático tan diferente del de la mayoría de los profesores de aquella universidad napoleónica, casi nonacentista. Un día a la semana en horas extraacadémicas organizaba una sesión clínica en la que presentaba enfermos operados y los discutía con sus amigos los Dres. Alberto Portera y Carlos Parera, neurólogo y neurorradiólogo, también formados en América hacía poco. Cuando terminamos la carrera, un compañero, Manolo Lago, y yo nos entrevistamos para pedirle estudiar la especialidad con él.

Faltaban años para que en España se instaurara oficialmente el sistema MIR: el Dr. Bravo nos ofreció un programa de 4 años de enseñanza durante los cuales atenderíamos a sus enfermos, bajo supervisión, con responsabilidad progresiva en la toma de decisiones o en la participación quirúrgica, cobrando un sueldo, que dejó ya establecido y que iría aumentando cada año, independientemente de que atendiéramos a los enfermos del Clínico o del Ruber. Y así fue. Ya tenía formado un pequeño equipo del que destaco ahora a Máximo Poza y Pedro Mata, los residentes mayores que fueron nuestros primeros tutores. El programa incluía estancias en el extranjero, sesiones, reuniones, preparación de publicaciones; incluso organizaba algunas sesiones vespertinas en su casa para discutir diapositivas de casos vividos en Estados Unidos. Cuando tenía invitados ilustres, lo que no era infrecuente, Paloma, su mujer, nos invitaba a unas cenas, inolvidables para mí, en las que confraternizábamos y en las que conocimos a su familia.

A partir de 1970, en la Clínica Puerta de Hierro la «escuela» fue creciendo tanto por becarios extranjeros como por residentes que completaron toda su formación allí. Muchos de ellos han ocupado u ocupan puestos relevantes en los servicios neuroquirúrgicos españoles: fue maestro de numerosos neurocirujanos: la Escuela del Dr. Bravo.

Creo primordial destacar la perfección técnica y sus resultados: no concebía que un enfermo pudiera estar peor después de una delicada intervención en el cerebro que antes de ella. Estuvo dotado de cualidades para ser un neurocirujano excepcional: formación en ciencias básicas: anatomía (cientos de cortes de cerebros en sus años de formación), neurofisiología, anatomía patológica (sobre todo en el Clínico pasaba muchas horas en el Laboratorio de Patología y nos exigía que obtuviéramos el permiso para realizar la autopsia en todos los enfermos cuando fallecían) y clínica. Conocimiento de la literatura, asistencia a congresos, correspondencia con otros neurocirujanos pioneros o maestros. Sentido extraordinario de orientación espacial. Precisión manual (el instrumento a través de la mano hace exactamente lo que el cerebro le ordena). Intuición. Sentido común para continuar o parar en el momento preciso. Exigencia a sus residentes para mantener la disciplina y los exigentes protocolos que imponía, desde la colocación del enfermo hasta el último punto. Todo ello presidido por el respeto al cerebro: lentinas, presión de las espátulas, temperatura del suero que usaba con profusión, etc. La neurocirugía que nos enseñó tenía que ser precisa e inteligente, solo buscando el beneficio del paciente. Cuando llegó el microscopio fue un entusiasta del mismo y contribuyó a implantarlo en nuestro país, a través de unos fines de semana neuroquirúrgicos organizados en 1970, cuyo primer invitado fue Yasargil. Introdujo y consagró en España muchas intervenciones y técnicas, cuya enumeración no cabe en esta breve reseña. Cuando la Sociedad Española le concedió la Medalla de Oro de la misma, tuve el privilegio de decir una palabras y allí destaqué que al menos la tercera parte de los Servicios de Neurocirugía españoles estaba dirigido por un alumno suyo.

Dentro de su máxima exigencia de no empeorar a un enfermo, también nos enseñó a hablar con él y su familia explicando las posibles complicaciones con rigor y datos estadísticos, en aquella época aún poco utilizados.

Pero no fue solo un brillante neurocirujano, maestro de muchos: culto, lector infatigable, devorador de libros, escritor no solo de temas médicos, viajero, amante de la naturaleza, deportista (navegación, golf y sobre todo la caza mayor).

Para terminar, su familia. Es difícil expresar y medir el papel que Paloma, su mujer, ha desempeñado en la consecución de los éxitos de Gonzalo Bravo; no es posible imaginarle sin ella. Sus 5 hijos y 14 nietos completan el cuadro de su vida familiar, envidia de cualquiera.

Dr. Bravo, Jefe, descanse en paz.

La actividad en el sector privado fue ejemplar, laboriosa y positiva aportando calidad e innovaciones. No podemos olvidar que el primer TAC que se instaló en nuestro país fue en la Clínica privada donde él trabajaba, y gracias a sus gestiones y al importante número de pacientes que eran atraídos por su buen trato personal y unos resultados inmejorables.

Nunca se rechazó ninguna patología por compleja que fuera y casi a diario había tumores de la base, aneurismas y funcional. Todos operados magistralmente, con rapidez y elegancia.

Los que trabajamos en ese sector lo vivimos como una residencia paralela y además fuimos captando poco a poco una agenda de pacientes sin que él jamás se opusiera.

También disfrutamos de aspectos pocos conocidos y en su mesa aparecían cortos relatos o poéticas sensaciones escritas, que solo hubiera sentido alguien de extrema sensibilidad e inteligencia como el Dr. Bravo.

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